miércoles, 28 de abril de 2010

Crónica de ...

No viviré doscientos años, amor. Le dijo la madre a su hijo cuando el cáncer se declaró como enemigo principal del sueño eterno que era proteger de todo a su pequeño cachorro.
Tal vez me vaya mañana o pasado; o dentro de unos meses. Tenés que ser fuerte y seguir adelante porque te crié como un león valiente que no teme a nadie ni nada.
Nunca te caigas. No bajes los brazos. Se lo que tú quieras ser. Tienes en tus manos el poder de elegir más allá de todo sistema, de todo amor, de toda barrera. No te detengas, no lo hagas nunca. Vuela en las estrellas. Surca los mares. Cruza los prados verdes a pie. Escala las montañas más altas, más allá de temerle a las alturas. No sufrirás el vértigo, te lo prometo. Se el rey que de niño soñaste ser. Utiliza ese “no sé qué” en función del bien. No mates a tus sueños por nada ni nadie. No dejes de sonreír ni cuando cierres el cajón, porque ahí guardas una parte de tus sueños y utopías. Mantenlo abierto más allá de mí, por ti. No dejes de creer que se puede. No consumas odio. No digas que no a tus impulsos, ni al latir de tu corazón. No silencies a tus ideas bonitas, ni tu guitarra que me vuela la cabeza. No llores porque me voy. Todos nos vamos en algún momento. Es inevitable. Crece fuerte y sabio. Busca los rinconcitos mágicos de tu infancia, los de tu adolescencia y los de tu madurez. Procura apoyarte en tus amigos. Patea esa pelota que tienes bajo el brazo como si fuera la muerte que enfrentaré de tu mano. No elijas el infierno de la tristeza y sí el cielo de tu amor.
Hijo, no cometas los mismos errores dos veces. Con una es suficiente para comprender y aprender. No dejes de equivocarte, porque sino no aprenderás jamás.
El tiempo se me acaba y me verás postrada en esta cama, sin dormir ni comer. No te asustes amor, es una cuestión biológica de la enfermedad. Y si se me cae el pelo con el tiempo, no te burles, están prolongando el momento. La sangre que derramaré en las noches límpiala rápidamente, no arruines los pisos de tu casa. La casa que con mi sudor te dejo. No definas las cosas por la negativa y sí mirando la positiva. Llega a viejito siendo un león sabio y comprensivo, con el pelo largo, enrulado y gris. Nunca dejes de ser feroz, ni de defender a tus amores. Promueve todo lo que yo veo en vos, nunca lo dejes olvidado. Vuela alto, muy alto. Más alto todavía. Más allá de la cima del cielo, de las estrellitas del firmamento, de los oscuros agujeros negros, de las galaxias infinitas. Llega junto con dios en un abrazo pleno. Abraza a tus amigos y a tus enemigos también, pues ellos te ayudan a ser quien eres. Y no te olvides que jamás será vacío el vacío, jamás será sola la soledad, jamás estarás solo en la derrota, ni jamás me dediques tus victorias. Yo estaré con vos en tu camisa, en tus uñas, en tu sangre y en el momento en que tus ojitos furiosos se ponen verdes.

Sí mamá, tenés razón. No vivirás doscientos años.

Seis meses después, mientras la mañana nacía y el sol asomaba por la ventana. El hijo tomó fuerte la mano débil de su madre y mirándola con sus ojos (por ese entonces verdes pero no de ira), le dijo suavecito al oído. Con un ritmo y un tono distintivo, como el que se usa en la galantería romántica. Con el fuego ardiendo por dentro. Inmerso en las llamas de los sentimientos. Algo que nunca le había dicho. Algo que pesaba toneladas y valía más que todo el oro y el dinero del mundo. Algo que había atesorado por más de dieciocho años. Algo que estaba latente como respuesta a sus instrucciones de seis meses atrás:
Sí mamá, tenés razón. No vivirás doscientos años. Vivirás más de una eternidad en mi alma.
Te amo.

Mientras ella cerraba los ojos por última vez y volaba feliz a la eternidad.
Edú Vardé
Nº 24 del libro "La cultura del amor"