lunes, 18 de abril de 2011

Borrachos en la distancia.


Enredados en copas de mala calaña, la charla sigue hasta que se consume la última estrella. Ésta, refractada sobre el espejo noctámbulo, mece en la lejanía sueños que nunca llegaron a ser.
Entre los intersticios caen palabras anécdotas de una tierra lejana, al sur del horizonte, donde alguna vez nacieron, lucharon, murieron y volvieron a renacer estos dos borrachos, exiliados por dolor. En aquellos pagos, una mujer reverdece con vivos colores desde las tinieblas del olvido, otra con peor suerte pierde su status de incomparable, inalcanzable, infinita, intocable para distorsionarse en la puta más puta de todas las que alguna vez pasaron por el filo de su piel, y otra levanta  de su mecedora, con una prolongada pausa como quien quiere volver tangible un pensamiento irreal, dos agujas y un ovillo de hilo rojo que aún siguen esperando lo que nunca va a suceder y sigue añorando. Una lágrima partida desata esquirlas en el último pedazo de guardada tristeza, dentro de los rasgados e incendiados ojos de Pedro, que quieren hablar y no se animan. Alberto lo abraza. Ese instante de silencio les recuerda su único destino, el final.
Antes de abandonar la sala, cargando la misma mochila con la que entraron hace un par de horas, deciden cumplir un pacto, en silencio, sin necesidad de firmar ningún papel extraño. La amistad es así, pura confianza. Dejan la enfermiza pizca de raciocinio que les queda sobre la mesa ratona. Intentan no recordar los momentos grises, los palos al viento y si las tarde de libros y pelotas. Al lado de la razón se enfría el pobre caldo de pescado que día a día se hizo rutina. Junto a él, llora el violado cadáver del tequila barato y la ginebra pedorra, ahí por donde roen las eternas migrañas con nombres y apellidos borrados, y con malestares pisados vuelven a rasguñar crudamente las plantas de sus pies.
Llegan al muelle como pueden, algunas ramas prenden de las botamangas de uno. El otro, a punto de explotar, arrastra un hilado de barro y llanto. En el camino rememoran esa juventud lejana por el parque que ahora los tiene imaginados como pibes a miles de kilómetros, los logros apenas rozados y los sueños por cumplir que poco a poco fueron agonizando hasta perderse en el limbo de la nada (o en el infinito del todo poético). Ahí solo los suspiros entienden de qué están hablando estos locos.
Entre paso, trastabilleo, balbuceo salivoso y paso, los viejos maderos del muelle meten bocados, frases duras y realistas que te sientan de culo con la imposibilidad de refutarle nada. Ellos, viejos ermitaños de costanera, conocen buenas historias de mar, guerra, amores truncos y rebeliones.
De repente, un pie mal puesto, un paso en falso y a rodar. Uno es lanzado con violencia por el borde sur. El agua oscura y fría del Mar Muerto se relame. Prepara, como la madre que abraza a su hijo al borde de la muerte invencible, el sitio del final.
Alberto, con una carcajada histérica se da cuenta de que vuela hacia el agua sin su viejo sombrero de fieltro. Pedro, más borracho que nunca, se mea encima.

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